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EL HOMBRE POBRE Muchos son los artículos simpáticos á España que en estos días publica la prensa extranjera. Entre ellos merece ser conocido el de J. Cornély, inserto en El Figaro con el mismo título que encabeza estas líneas. El desastre de la flotilla española -dice Cornély- repercutirá dolorosamente en Francia, donde la opinión podrá decir al menos que la simpatía manifiesta dirigíase á gentes dignas de merecerla, puesto que los actos del más puro heroísmo y del más sublime sacrificio han ilustrado la jornada de Manila de 1 de Mayo, tan triste como gloriosa para España. La desgracia ha sido más pronta y rápida que nuestros temores; pero la derrota no es, ni mucho menos, irreparable, pues España ha demostrado una y mil veces que sabe buscar la victoria en el fondo mismo de las catástrofes. Entre las frases hechas que interrumpen el discurso en las conversaciones relativas á la guerra hispano-americana, la más frecuente es ésta: ¡Pobres españoles! Tendrán algún éxito en los comienzos, pero concluirán por ser aplastados. ¡Los americanos son tan ricos! O este otro aforismo de repertorio: El dinero es el nervio de la guerra. Los españoles son pobres; España figura en la lista de las naciones que Leroy Beaulieu llama países de hacienda averidada. Los feroces leones y las torres orgullosas que figuran en su escudo podrían reemplazarse por una guitarra y una escarcela, porque es creencia general que el español es un gran señor tronado, con la chupa rota, como D. César de Bazán, que merece las simpatías que tienen los hombres honrados hacia las víctimas de agresiones injustas. Coloquémonos al lado del pobre contra el rico, cuando el rico es rapaz como lo son los Estados Unidos. No hay, sin embargo, que admitir como axiomático el dicho de que el oro es el nervio de la guerra y que el pobre acaba siempre por ser devorado por el rico. Dícese esto generalmente en período electoral, cuando se pretenden recoger sufragios excitando los malos instintos y despertando en el espíritu del auditorio esa enfermedad mental que se conoce con el nombre de delirio de persecución; pero la verdad es que en el reino animal, como en la humanidad, desde el insecto hasta el hombre, bajo el punto de vista militar, el pobre posee una incontestable superioridad sobre el rico. Sir John Lubbock, en su libro sobre las hormigas y las abejas, ha estudiado los efectos de la opulencia en esos insectos. Ha descubierto hormigas guerreras, que llevan sable y son muy ágiles. Invaden los hormigueros rivales reduciéndolos á la esclavitud. Durante los primeros tiempos de la conquista, si el hormiguero en el que hay amos y esclavos es invadido y se impone la retirada, los que forman la raza conquistadora y aristocrática se llevan á los esclavos en su huída. Luego, cuando un largo período de paz ha reblandecido las energías, las generaciones sucesivas se modifican, el sable se enmohece y la hormiga, dueño de esclavos, se atrofia y engorda. Entonces, ante los peligros y las desgracias nacionales, se hace transportar en hombros de sus esclavos. Nuestra historia antigua y moderna está llena de análogos ejemplos, ya se trate de los persas y de los lacedemonios, ya de los romanos y los bárbaros. La raza pobre, que no tiene más que hierro, acaba por dominar á la raza poderosa, que tiene oro. Y sin remontarnos tan atrás, los soldados de Bonaparte, pobres pordioseros, conquistaron la Italia y destrozaron en pocos meses tres ejércitos austriacos. Precisamente, cuando fue rico aquel ejército napoleónico invencible, cuando Bonaparte y sus generales, engordaron, como la hormiga, fue cuando las cosas empezaron á ir mal. El Emperador, cuando fué á Rusia, llevaba en sus furgones vajilla de plata para 50 cubiertos; y aquella campaña fue un barullo, glorioso primero, lamentable después, y la vajilla de plata fué convertida en una barandilla, que enriquece la iglesia de Nuestra Señora de Kazan, en San Petersburgo. Los mismos españoles demostraron en aquellos tiempos trágicos, en detrimento nuestro, que el nervio de la guerra no es el oro, sino el valor, el amor patrio, la resolución para morir por la bandera, el sufrimiento, la voluntad, la voluntad sobre todo. Cuando Napoleón, por una alevosía que puso fin á sus prosperidades, arrojó sobre España sus legiones con el pretexto de atacar á Inglaterra en Portugal, los españoles tuvieron que habérselas con los vencedores de Europa, con los primeros generales del mundo, rodeados de tropas aguerridas, incomparables, seguras de su fuerza y poderío, orgullosas de sus victorias, abundantemente provistas de todo, y los españoles sin jefes, sin recursos, sin nada; pero con heróico y sincero patriotismo, vencieron y derribaron al coloso En resumen, bajo el punto de vista de la lucha armada, el pobre no es inferior al rico; por el contrario, suele serle superior. Las pesetas de los españoles pueden hacer contrapeso á los dollars de los americanos, aun en los combates marítimos, en los que la cuestión de material y, por consecuencia, la de recursos financieros, tiene mayor importancia que en los combates terrestres, y á pesar de un primer desastre, que es al propio tiempo que una catástrofe miliar, una catástrofe financiera. Y es que la vitalidad de una nación no se mide por el número de sus soldados, ni por la riqueza que atesora en sus arcas, ni por el material que encierran sus arsenales; se mide por el vigor del sentimiento, que une en estrecho lazo á sus hijos; por la profundidad de las emociones nobles que les impulsa; por su orgullo nacional, por su patriotismo, en fin. Y, bajo este aspecto, España no tiene nada que envidiar á nadie, y muchos tienen que envidiarla mucho. Los españoles harán frente á los más poderosos de la tierra; resistirán todas las invasiones porque tienen arraigada en su corazón la ardiente y nobilísima fe nacional. Son de agradecer las frases del eminente periodista J. Corné y, y además tiene razón. En todos los órdenes de la vida resulta falso que el oro sea el nervio de la guerra. La superioridad del pobre, que no tiene nada que arriesgar, sobre el rico, que tiene que soportar el peso de sus riquezas; del pobre, que consigue vivir privándose de lo necesario, sobre el rico, que necesita para vivir de lo supérfluo, es evidente.


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