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SILUETAS DE LA GUERRA
Boca abajo todo el mundo.
¡Oh patria mía, cuánto te recuerdo á cada instante y cuánto me pesa haber renegado de tus mejores cosas cuando, hastiado de su bondad, me parecieron malas.
Esta tierra te hace á tí inmejorable, España de mis sueños. Ni en Madrid hay garbanzos duros, cuando se comen los de aquí como piedras; […] ni hay nada caro en Madrid, cuando se vive en una tierra en la que á dos reales les llaman un real, sin darles doble valor; ni hay, en fin, trenes de recreo, “trenes carreta”, después de viajar en los que tardan veinticuatro horas en recorrer un trayecto de diez y seis leguas, de cuyos trenes sale el viajero tentándose la ropa, para convencerse de que su humanidad no ha sufrido detrimento.
Salimos de Candelaria en el tren, que bien podía llamarse convoy de enfermos, pues la mayoría de los viajeros eran soldados los que padecían bajo la horrorosa fiebre que da este clima traicionero.
A las once de la mañana rompió su marcha lenta la locomotora, arrastrando en pos de sí una enorme cola de vagones de todas clases.
Yo, en aquellos momentos, iba con la más sabrosa independencia de que el soldado puede disfrutar. Me trasladaba á la Habana á entregar “en mano” un papel encerrado en sobre
Yo, para no ir en los coches de la tropa, había hecho valer mis derechos de viajero que habia pagado su billete en dinero contante y sonante, y si tales derechos hice valer, fué porque uno de los coches iba ocupado casi totalmente por mujeres, y no estamos en país donde sea de despreciar una ocasión de tener roce con algunos ejemplares de las hijas de Eva.
Así que el camino se me hacía corto, porque frente á mí andaban dando vueltas los ojos garzos de una serrana del Camagüey, que ponían los míos en movimiento, hasta el extremo de que llegué á guiñarlos casi con una velocidad vertiginosa.
Después de todo, el goce no podía ser más inocente. El marido, ó lo que fuera de ella, me convió á una breva de Vuelta Abajo; yo le dí las gracias, haciendo un expresivo guiño á su compañera; ella sonrió; él encendió el veguero y me dió fuego á punto en que yo me mareaba, y luego me tocó á mí alternar convidando al matrimonio á dulces de los que (¡ande el comercio!) vende el cantinero del tren, que pasea con una bandeja en la mano llena de cosas de comer, gritando:
─¡Movimiento para la boca! ¡Coman alguna cosa los panchos!
El repostero es un negrazo que suda á mares y brilla como el charol.
Cuando en este país se entra en un coche del ferrocarril, ocupado por mujeres, se experimenta una extraña impresión semejante á la que experimentaría un colegial al hallarse en un dormitorio de educandas de Siervas de Maria, unas en su traje, con un vaporoso velo y otras disfrazadas de actrices ó de suripantas.
Las que presumen de señoritas, llevan para viajar unos sombreros de los que mi amigo Rafael Delorme llamaría “imposibles”, unas plumas… unos casos…. Que, vamos, no hay guardarropía de teatro que tenga modelos más extravagantes.
Recuerdo que una tarde llegaba nuestra columna á un pueblo, mandaba por el gallardo General Echagüe, que fué el primero, por ir delante, que tuvo que esforzarse para conservar la seriedad que exige la disciplina militar.
Una señora (¿) salía del pueblo sentada sobre un macho y acompañada de un cubano que cabalgaba en un “arpa” escuálido y sucio. El arpa ó el cubano.
Nosotros no llevábamos mucha gana de reir porque, además del cansancio consiguiente á una larga jornada por carretera, nos habia llovido hasta corrernos el agua por todo el cuerpo. Pero tal era el sombrero que la señora en cuestión se habia calado hasta las orejas, y resguardaba de la lluvia, para que no se la ajase, con una sombrilla muy pequeñita; y era tal el tipo del galán que iba á su lado, que todos empezamos á reir estrepitosamente, y no bastaron á hacernos prudentes ni los repetidos mandatos de los jefes, porque ellos nos mandaban callar, tratando en vano contener su risa.
Aquello fué lo que puede llamarse un paso triunfal por entre las filas de una columna de más de 1.500 hombres. ¿Habría oido cosas aquella mujer cuando pasó junto al último soldado?
Las mujeres de aquí, así las gastan.
En un coche del tren iban varias guajiras, feas en su mayoría, vestidas de blanco, con vaporosos velos blancos, también… blancos, hasta cierto punto.
Se detuve el tren. No era nada: las insurrectos habian levantado los rails y hubo que componerlos. Un par de horas de parada… parada y cantina del negro. A todo esto, yo avanzaba en mi conquista, y el acompañante de la de los ojos garzos no aceptaba ya los pitillos que yo de vez en cuando le ofrecía.
Otra parada, y otra, para componer los alambres del telégrafo; y otras para reconocer los puentes de la via antes de pasar el tren. Porque aquí hay que viajar con todo ese lujo de precauciones.
Por fin, fué el momento que yo esperaba casi por intuición. Al llegar á Salud, instintivamente me puse el correaje y requerí las armas. No habiamos andado dos kilómetros hacia
Entonces me puse en una ventanilla y mi Mausser alzó su voz prepotente, cercada por los ayes de aquellas mujeres aterrorizadas.
En esa posición poco cómoda pasaron la noche las infelices mujeres, que ya no gritaban, mientras nosotros, después de haber puesto los centinelas avanzados que el caso requería, permanecíamos tirados en una zanja encharcada, emboscados de manera que si los zurupetos llegan á intentar un avance hacia el tren… como dicen los soldados, “se baja la carne”.
En toda la noche no se oyó otro ruido que el de las lejanas detonaciones de ellos y el silbido de sus balas.
El tren estaba seguro; pero ¿quién convencía á aquellas mujeres, que se creían indefensas y se veían macheteadas por los insurrectos?
Al más ténue resplandor del alba, rompió el tren su marcha hacia la Habana. La de los ojos garzos dormía, con su linda cabecita en caprichoso escorzo, echada sobre el hombre de un guardián… (¡que velaba!)
Yo entonces no sentí, como el poeta de las Doloras, “el mareo del vacío”, á causa de andar muchos kilómetros por hora, porque nuestro tren andaba cinco ó seis á lo sumo.
Al fin llegamos á la Habana felizmente, sin que tuviera yo que tomar una indigestión de papel de oficio. Y todas mis dulces esperanzas se desvanecieron en la estación, cuando los ojos garzos me miraron como diciéndome: “Adios, valiente; no olvidaré que te he visto defenderme á balazos, mientras mi esposo rodaba por el suelo conmigo.”
Yo me quedé mirando al matrimonio que se alejaba en la gua-gua, y hasta creo que debió nublarse mi frente unos momentos.
Después.. dí vuelta al portafusil. colgué el Mausser al hombre, eché el macuto á la espalda, y salí de la estación de Cristina cantando entre dientes el pesado estribillo de la tropa:
“Mulata del Camagüey,
¿de qué estás tan amarilla?”
¡Ah! ¡Y pensando en mi rubia de Madrid, que tiene unos ojos azules…!
JOSÉ MUÑIZ DE QUEVEDO.
Los Palacios 3 de Octubre de 1896.
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