CODHECUN-0201

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CARTAS DE CUBA TIPOS DE LA GUERRA. TINTURIN. Tinturín, es un negro alto, fornido, ágil y vigoroso. A pesar de tener muy cerca de los 60 años, su rostro sólo representa unos 40 y sus piernas acusan un muchacho de 20 años. Hace dos ó tres jornadas á pie, sirviendo de práctico á las columnas, ó monta un borriquillo en pelo y se va por esos vericuetos de Dios durante días y semanas y meses, comiendo galleta ó boniato y bebiendo en los ríos ó en las lagunas de aguas remansada que serían para otro una infección mortal. Tinturín se llama el moreno D. José Rojas, desde cierto suceso memorable que constituye el hecho culminante de su vida y una de las páginas más memorables de esta guerra. En los comienzos de la invasión, Maceo sitió el poblado de Candelaria, que pasó desde entonces á ser heroica villa, por su defensa desesperada y gloriosa contra los insurrectos. No necesito recordarlo. Están en la memoria de todos los que han leído la crónica de aquellos acontecimientos. Mientras que se apoderaba de casi todos los pueblos un terror pánico y abrían sus puertas y sus casas al invasor, y se prestaban de buena voluntad á asistir á los bailes que organizaban los negros como festejo de sus hazañas, y por todo el país corríase la rebeldía como un reguero de pólvora, hubo algunos lugares, hubo un Candelaria que se reveló como digna imitadora de los ejemplos inmortales de España en la guerra de la Independencia. Un puñado de valientes, un puñado tan sólo se batió contra las huestes de Maceo, y lo venció. Aquellos héroes se defendieron contra los sitiadores, no desde fuertes de piedra, sino desde trincheras de tierra, y no desde posiciones inexpugnables, sino desde miserables casas de guano, para las que bastaba una cerilla, con que ardía el pueblo entero. Pero se defendieron, y hubieran perecido antes que entregarse, á no haber llegado Canella con su columna en el momento crítico y dramático de estar á punto Maceo de acabar con todos los habitantes de Candelaria, no por el valor, sino por el número. Cuando Canella llegó, ya no les quedaban á los voluntarios municiones, y el que más tenía eran dos ó tres cartuchos. Habían estado muchas horas haciendo fuego sin descansar. Y fué Tinturín, el moreno D. José Rojas, como se le llama en cierto documento oficial, el que salvó á Candelaria de la situación angustiosísima en que se hallaba. Tinturín, que sin mandárselo nadie, antes al contrario, recatándose de los defensores del pueblo, que recelaban de él por su color, salió una tarde de Candelaria, y se fué, sólo, á pie, atravesando las líneas de fuego del enemigo, y llegó al día siguiente, á las siete de la mañana, á Artemisa, y pidió hablar con el general Marín, y le contó lo que ocurría, relato que tuvo como inmediata consecuencia la salida de Canella con su columna, libertadora de la heróica villa. Es de oir al propio Tinturín, cómo y con qué série de trabajos, de actos de arrojo y de temeridad, llegó á Artemisa á denunciar el peligro tremendo que corría su pueblo. Intentó primero atravesar una trinchera, y viendo la imposibilidad de hacerlo, ensangrentados pies y manos, retrocedió al pueblo. Intentó una segunda y una tercera y hasta una quinta salida, y siempre tuvo que volver sin resultado. Hasta que, por fin, aprovechando la luz indecisa del crepúsculo, luz menor que la del día y que la [] salvó las casas del pueblo y se encontró cerca del enemigo y se tumbó en el suelo, haciéndose el muerto. Y así, deslizándose, arrastrándose por la tierra, á la que pegaba su cuerpo hasta hundirse en ella, fué avanzando, avanzando. Levantaba un poco la cabeza para ver el camino que seguía, y luego volvía á clavarla en la arena, quedándose inmóvil cual un cadáver de la pelea. Hasta pasaron sobre él infantes y caballos y no resolló. ¡Qué horas de agonía! Cuando estuvo fuera de las líneas de fuego de los insurrectos, se incorporó, se palpó, y viendo que no estaba herido, echó á correr de un manigual á otro, quedándose otra vez tumbado á cada trecho para no suscitar las sospechas del enemigo, si le veía correr. Cuenta que pasó una noche y un día llenos de apuros y de sobresaltos, sintiendo una fatiga física como jamás había experimentado. Así atravesó lentamente veintitantos kilómetros que hay desde Candelaria á Artemisa, llegando casi de noche á la entrada de este pueblo. Aguardó para orientarse, porque aunque entonces todavía no existía la Trocha y los peligros de aventurarse por ella y atravesarla, había, , una línea de centinelas alrededor del cuartel general. Lo aguardaba una muerte segura si le veían llegar corriendo, á él, un negro, y de los de peor catadura, aumentada por el estado de sus ropas . Le temeraria aventura le salió bien al cabo. Fué gritando viva España y bien podía gritarlo el infelíz que se había ganado el derecho de invocar ese santo nombre. Cuando estuvo en presencia del general Marín, el jefe de la campaña y gobernador interino de la isla, por una desconfianza natural, que se explica, que cualquiera la hubiera tenido, no dio crédito en un principio á las noticias de Tinturín. Fue preciso que le abonaran, que salieran fiadores por él en Artemisa, que allí sirvieran de hipoteca y garantía á sus palabras. Cuando el general Marín ordenó á la columna Canella que saliera en socorro de Candelaria, Tinturín iba por delante, enseñando el camino y exponiéndose el primero á recibir una bala. Iba á pie, como por vía de descanso á las fatigas y penalidades de la jornada anterior, porque no halló en toda Artemisa quien le prestara un caballo. Pero iba contento, gesticulando, hablando con Canella, seguro de que con aquél auxilio salvaba de una muerte cierta á los defensores de Candalia. Y cuando estuvo cerca desapareció por los mismos procedimientos, avisando á los que estaban dentro, siendo el primer nuncio de esperanza y de alegría para la heróica población. Lleva siempre encima, entre el pecho y la camisa, el testimonio de su hazaña, un papel con muchos dobleces y ya sucio y mugriento, en que se contiene el oficio comunicación, concediendo la cruz roja del Mérito Militar por hechos de guerra, por haber salvado á Candelaria, al moreno D. José Rojas, alias Tinturín. Cuando alguno que no le conoce se atreve á dudar de su españolismo ó le echa en cara que viva á costa de la guerra, no dice nada, se mete la mano en el bolsillo y alarga el papel. Lo muestra con orgullo, con satisfacción, enseñando sus dientes blancos y guiñando un ojo. No deja el oficio jamás. Con él dice que va indultado por toda la isla, circulando por entre las tropas de la patria. Y así lleva partes de uno á otro extremo de la provincia de Pinar del río, sólo, sin clase alguna de escolta. Y así sirve de práctico á las columnas. Y así vive constantemente entre soldados. Es popular, una verdadera institución en Candelaria; un tipo original en esta guerra. Le conocí el otro día en Candelaria. Entramos en una llamada fonda y pedimos algo con que restaurar nuestras fuerzas agotadísimas. Hacía cuarenta horas que no comíamos. En la fonda nos dijeron que no tenían nada, ni siquiera un par de huevos. Ya nos íbamos mohinos y desesperados, cuando surgió ante nuestra vista un negro alto, fornido, ágil y vigoroso. Era Tinturín, el propio Tinturín, que, sin más explicaciones, rogándonos tan sólo que aguardáramos un momento, pidió un plato al fondista y se lanzó á la calle. No habrían pasado diez minutos cuando regresaba Tinturín. Traía hígado, riñones, filetes, víveres. Por él comimos. De dónde había sacado todo aquello, no logramos saberlo, ni tampoco que tomase moneda alguna en pago de sus buenos servicios. Estuvo á la altura de sus hechos de Candelaria. ─Yo no necesito dinero. Mi familia y yo tenemos de sobra con lo que nos dan en la factoría militar, donde nos entregan veinticinco raciones. ─¿Al mes? ─le preguntamos. ─¡Qué va! Tres veces por semana. ─¿Y quién te ha conquistado esa ganga? ─Mis hechos. Y el moreno D. José Rojas, alias Tinturín, nos relató sus proezas y cómo desde aquél día es un protegido de todos los generales, un familiar y un íntimo de todas las columnas, algo sin lo cual no se concibe la campaña de Pinar del Río. Vive entre soldados, come de lo que los soldados comen. Cuando montamos en el tren y entramos en el blindado, allí estaba Tinturín, sirviendo de mandadero á la escolta de la Guardia civil, antes de partir el convoy. El teniente le dijo que se quedara y allí se quedó, participando después del rancho. Le preguntamos á Tinturín su opinión sobre los generales, el aspecto de la campaña, la terminación de la guerra. A todo contestaba con respuestas breves y sentenciosas, con gran dignidad, cual la que corresponde á su cruz roja del Mérito Militar. Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando le nombramos á Canella. Evocó la figura del general entrando en Candelaria. ¡Abrazaban hasta su caballo! La suerte de Tinturín, á causa de sus hechos y de su cruz, va á ser bien arriesgada cuando acabe la guerra, cuando no se pueda librar como ahora una venganza, viviendo entre soldados. Le hablamos de eso, y dijo que no lo temía. Tengo la protección de España, contestó con orgullo. Porque Tinturín es un buen español. Como él hay tal vez muchos Tinturines en la isla, con los cuales tiempo, años atrás se pudo hacer un grande, útil, poderoso, lealísimo ejército colonial, que diese fuerza á la patria y restase elementos á la insurrección. Mientras yo reflexionaba sobre ese punto, el moreno don José Rojas, alias Tinturín, sin que nadie se lo mandara se colocó en la plataforma del blindado, como centinela, para avisar si se oían tiros, y para ser el primero en recibir una bala, como aquél día que caminaba delante de Canella, para salvar á Candelaria. LUIS MOROTE. (De El Liberal.)

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