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LOS SOLDADOS DE CUBA
ANTAÑO Y HOGAÑO
Seguramente á la imaginación de muchos de mis lectores se habrá presentado la contraposición del uno y del otro cuadro.
Fiestas y zambras, el desenfreno, el derroche, la explotación; el desorden y la exaltación voluntaria que preceden á la quiebra ó al suicidio; la embriaguez y la fiebre de quien se halla vivo después de un terrible riesgo; la orgía y la pendencia; la cínica exhibición de impúdicos devaneos: la ciudad aturdida con el ruido de los carruajes á escape, y el griterío de las canciones baquicas y las interjecciones soeces, los ahorros de la campaña miserablemente tirados en pocas horas ó absorbidos por habilidades rastreras, sin esperanza posible de recuperación: la salud que venció á la guerra y al inhospitalario clima neciamente perdida en unos instantes de locura y olvido; y la suspirada independencia que siguió al rigor de la disciplina, trocada en un abrir y cerrar de ojos por la pérdida de la libertad, por la mancha indeleble en una honrosa y tal vez brillante hoja de servicios.
Esto hemos visto por mucho tiempo, más quizá en Cádiz que en otros puntos de arribada de los correos.
La explotación del soldado de la bandera ó del licenciado de Cuba, estaba elevada á la categoría de arte. Los jaleadores, los cicerones, los pimpis, tegían la tela de araña que había de cazarlo antes de su llegada para el embarque con destino á Ultramar, ó le servían de cohorte que iba acompañándolo y esprimiéndolo hasta otros centros donde aun era más fácil acabar la torpe tarea.
Este era el desagradable cuadro de un no muy remoto ayer.
Veamos el insigne contraste que forma la actualidad.
Las clases todas de la población acudiendo en tropel al recibimiento; una verdadera flotilla rodeando al vapor; los representantes de lo más significado de la población que saltan á bordo para manifestar al soldado su cariño […]; lujosos trenes de particulares disputándose el honor de formar, por ese concepto, en acompañantes de los soldados, regalos de ropas; socorros abundantes de dinero; otra manifestación igual en la despedida; en vez de un recuerdo odioso ó una impresión de hastio, la cariñosa memoria de la caridad sin tasa, del delicado halago, la salud mejorada ó robustecida, el ánimo confortado por el buen consejo, y la esperanza de tornar inmediatamente al seno de la familia, embellecida por el consuelo de llevarle, en vez de una carga, un auxilio eficaz, el pronto equilibrio de los sinsabores y quebrantos ocasionados por la ausencia.
En medio de sus atroces calamidades, ofrece la guerra esta clase de inefables compensaciones. El que sienta un daño en el corazón seguramente no las ha de trocar. Sin contar las heridas individuales, el mal hondo que corroe al país, dejará indelebles señales en su organización, comprometido en la obra de salud el porvenir más remoto. Pero cabe hacer mérito de esos parciales consuelos que la adversidad nos trae: la exaltación épica del patriotismo; el reconocimiento de aquella España de épocas históricas que parecía muerta y solo aguardaba un poderoso acento que la hiciera despertar; la vergonzosa huida y el ocultamiento de toda pasión mezquina y toda asechanza innoble en que el sentimiento y la imaginación realizan una útil gimnasia, cuyas consecuencias prácticas ha de tocar en lo sucesivo el espíritu nacional.
C. C.
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