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DE LA GUERRA
EL GENERAL EN JEFE.
Weyler íntimo. –La vida en el palacio del general. –Las visitas, la comida y la tertulia. –Escenas trágicas en el despacho de Weyler. –Trabajo enorme y graves preocupaciones. –Amarguras que calla. –El momento crítico.
Habana, Septiembre 15.
Siempre figuró en mis planes de información el dedicar algunas horas al general en jefe, á su personalidad, á su vida íntima y á las intimidades de este palacio, tantos años convertido en residencia fastuosa ó vivienda burguesa, según los gustos y el carácter de nuestros capitanes generales. La doble naturaleza de gobernador general de la isla y de general en jefe que posee en la actualidad el representante de España no puede borrar del todo el carácter de esta casa, con sus oficinas, sus empleados, sus camarillas y sus negociantes; ¡pero cuán distinto es al de los tiempos de la paz! Ya no se ve cruzar por las galerías altas, camino del amplio comedor, al general con su séquito brillante, la generala, los convidados, el cuarto militar, la representación civil, los partidos, las personas de distinción. El piano callado, las persianas cerradas, los salones á oscuras, el palacio entero envuelto en el misterio: de día, el ruído de los soldados de la patria que entran y salen; de noche, la oscuridad, el silencio sólo interrumpido por el aparato telegráfico, que no descansa.
Muy lejos de la Capitanía general para que no se oiga, se habla de esta trasformación de “palacio”, de este aislamiento que á mí me encanta porque los misterios trasforman á los enemigos de la patria como la confianza y las camarillas los pondria en el secreto d elo que nadie tiene derecho á conocer.
Weyler no cierra á nadie las puertas de su despacho; recibe á todo el mundo y á todo el mundo escucha. Jamás fue más fácil que ahora ver al general, al gobernador de la isla, á quien en tiempo de paz no se podía visitar sin buena recomendación y muchos días de antesala.
El general Weyler no quiere perder el tiempo y ahorra discursos y acorta las entrevistas y somete, en fin, esta parte de sus ocupaciones á un método, á una reglamentación casi. Cada cual forma el juicio que quiere: unos dicen que es “seco”, otros que es amable, pero todos están delante de él respetuosos, sin aquellas confianzas funestas en nuestro carácter demasiado francote.
Murmuran los políticos acostumbrados á la facilidad del entra y sal; murmura el cacique acostumbrado al favor, murmura el periodista acostumbrado á los halagos.
El general Weyler tiene la desgracia de la leyenda. Son infinitas las que sobre él se han formado, quizás porque queriendo conocerle todo el mundo, no le conoce nadie. Alejado del mundo político, poco fácil á las amistades, sin desdeñar ninguna, y poco comunicativo aun con los íntimos, la gente quiere descubrir lo que él no descubre, y de sus misterios, que no son misterios, sino el propio temperamento, forma la leyenda que corre y se abulta y se cree, y lo lleva á Barcelona como hombre terrible, y lo trae á Cuba como hombre sanguinario. Y las gentes huyen asustadas y los periódicos yankees dicen que Weyler toma mucho café para asegurarse el insomnio y poder dedicar la noche entera al martirio de los presos en la Cabaña, y los militares temen su enojo como puede temer el marino la borrasca inesperada.
Y Weyler, sonriendo al oir esto –cuando lo oye ó lo lee- recibe á todo el mundo en su despacho; oye á la madre que le pide perdón para su hijo sentenciado á muerte; escucha al inferior que le habla del servicio; socorre al soldado que inútil y sin recursos á él se presenta antes de regresar á la patria; aguanta impertinencias y ayuda á los leales.
Pero todo esto sin el adorno de fórmulas y convencionalismos que no encajan en su temperamento, en su carácter independiente. Se prefiere el adorno, se le exige la retórica, se quiere la fórmula eterna de lo dulce mezclado con lo amargo, y estas fórmulas no se han hecho para los mallorquines.
Weyler recibió ayer á la hermana del insurrecto Jerez Varona, un muchacho perteneciente á numerosa familia de militares españoles y que ha sido hecho prisionero por nuestros soldados. Imposible es la gracia para quien después de gozar de consideraciones debidas á su familia, se lanza por segunda vez al campo y lucha contra España. El general no sabe fingir: no tiene perdón para los enemigos de España, y aquella pobre mujer cae á sus piés acongojada. Weyer le dirige palabras de consuelo, le tiende su mano cariñosa y espera á que se reponga. Después… la escena se prolonga demasiado, el general se impacienta, hay esperando en la sala veinte, treinta personas, el tiempo… ¿puede sobrar tiempo al capitán general?
─¡Usted me arroja de su despacho! ─dice la mujer ─¡Oh, qué cruel es Vd!...
Y sale de allí ¡y sigue la leyenda de la crueldad!
Habla el amigo en favor del insurrecto preso, y el general le dice que si también él quiere ir al Morro. El comentario ya se sabe cuál es: Weyler no sirve á los amigos.
Le escribe otro amigo –un marqués por cierto- pidiéndole que traslade desde la Cabaña á otra prisión de la ciudad á un detenido, para que su madre anciana pueda verle con más facilidad. El general no ve en esto inconveniente, hace el favor á la pobre madre y contesta al marqués:
“Ya está la madre complacida y siento que usted se intereces por los enemigos de la patria,
−¡Ah! ¡Este Weyler es terrible; qué cosas dice así en seco, sin tener en cuenta que los compromisos!...
Compromisos, amistades, parentescos, todo se invoca aquí en esta sociedad, acostumbrada á las recomendaciones atrevidas, al cohecho, á la prevaricación de la justicia. Oid á un español, oid á D. Manuel Calvo, los que todo eso considerais lícito, los que no os acordais de ciento cincuenta mil madres que han quedado llorando en la Península, oid lo que ha dicho cuando se le ha interesado en favor del abogado Lanuza, preso hace pocos días:
─Yo no soy amigo ─ha dicho─ de quien es enemigo de mi patria; yo no puedo ir al general Weyler á pedir clemencia para nadie, cuando no le concedo al general Weyler el derecho á ser clemente.
Justificado estaría que tomara mucho café, no para dormir menos y tener más tiempo de martirizar “personalmente” á los presos, como dicen los yankees, sino para el excesivo trabajo que sobre él pesa.
Se levanta á las siete, y en sus habitaciones particulares, envuelto en su blusa china, comienza á trabajar, recibiendo al jefe de Estado Mayor. Sr. Escribano, que le lleva cientos de telegramas; después de tomar un ligero desayuno, y vestido con el traje de rayadillo, un traje igual al del soldado, sin otras insignias que el fajín, pasa á su despacho, donde van llegando desde primera hora: el general marqués de Ahumada, el general de los médicos; el general de los ingenieros; el general de la artillería, el general de la Guardia civil, el gobernador de la plaza, el de la Cabaña, el intendente, el general de marina, los generales que llegan del campo, los que se van, los jefes y oficiales que traen comisiones, los que han sido llamados, los ayudantes que traen pliegos,.. Allí se trata de todo, se entera de todo el general: del servicio sanitario, del de administración, de la salud del soldado, de la comida y de la ropa, de la construcción de defensas, del movimiento de las tropas, del cambio de destinos, de tantas cosas en un ejército tan numeroso repartido por toda la isla.
A las doce almuerza con el ayudante de guardia y el oficial de Estado Mayor de servicio. En seguida otra vez al despacho, cuya antesala está llena de gente; ahora en su mayoría familias de conspiradores, madres que lloran, esposas que se desmayan, amigos que acompañan y coquetean. La audiencia dura hasta las tres, y el general, de pié, oye las quejas, las recomendaciones, las súplicas; resuelve en el acto todo lo que puede; apunta en sus papeles lo que es necesario, resiste con paciencia el desfile interminable de visitantes, consolando á unos, “desahuciando” á otros, contestando en algunos casos como el general Tacón contestó á aquellas damas de la historia.
Después, un momento, una hora de descanso en sus habitaciones. Descanso nada completo, porque en esa hora, como en las de audiencia y en la de comer los telegramas le interrumpen constantemente, llega la carta urgente, entra y sale el jefe de Estado Mayor á consultar. Si puede da un breve paseo en coche, á pié ó á ceballo hasta la hora de comer; antes por consejo de los médicos paseaba una hora á caballo trotando, con poco respecto á las ordenanzas municipales, por el paseo del Prado.
Ahora, desde que se fué Ochando, pesa sobre el general en jefe mayor trabajo y el paseo se ha suprimido. A las siete y media la comida, con el mismo personal de servicio, el oficial de voluntarios que dá la guardia y el secretario general del gobierno, marqués de Palmerola. De vez en cuando hay algún convidado, muy pocos; la comida es de buen gusto, no falta nunca el cocido; la mesa caprichosamente adornada de flores, según la tradición de la casa; el comedor es regio; los criados sirven de frac. Un momento de tertulia íntima con los comensales y en seguida un rápido paseo en coche ó á pié, sólo ó acompañado del ayudante de servicio. Muchas veces ha salido sólo vestido de paisano recorriendo la ciudad como salía en Barcelona, el pueblo de sus afectos y de sus recuerdos gratos, donde dejó á la familia al embarcar para Cuba y donde quiere desembarcar cuando á la Península vuelva.
Los paseos de Weyler á pié son un martirio para los ayudantes viejos, porque el general anda muy de prisa y es incansable.
A las diez ya está de vuelta y en Palacio lo espera la tertulia de todas las noches; Ahumada, el intendente, el gobernador del Banco, el fiscal de la Audiencia, una tertulia de altos empleados, generalmente fría, ceremoniosa y optimista.
A las once se retira el general otra vez á su despacho, donde le esperan los asuntos de Capitanía general y los contertulios se van sin haberse enterado de nada interesante ni haber proporcionado grandes distracciones á D. Valeriano en aquel único momento de expansión.
Ahora añadan ustedes á esas horas “oficiales”, que son casi todas las horas del día, las que les parezca que el general necesite para leer como trescientas cartas que diariamente recibe, cien mil anónimos y un millón de planes de campaña. Los enemigos le dirigen insultos; los patriotas de la buena cepa le alientan, los españoles todos le dan consejos. El general Weyler recibe todos los planes que para acabar con Maceo y exterminar la insurrección, se discuten y aprueban en los cafés de Madrid y en los casinos de provincias. De periódicos no hay que decir; recibe todos los de España y muchos del extranjero, especialmente de los Estados Unidos. Claro es que no puede leerlos: sólo lee La Época entera, según su costumbre de leer cuando tiene mando, el periódico más autorizado del gobierno, y en recortes los periódicos de información.
Recien llegado procuraba, sacrificando el sueño, leerlo todo; ahora las cartas, los planes, los periódicos guardan turno, según su importancia. Los anónimos ya no los lee, y las cartas firmadas las lee ó las rompe, según la firma. Los yankees ó los insurrectos que entre ellos residen le tienen al corriente de cuantas caricaturas ó atrocidades de Weyler allí se publican, y su atrevimiento llega al punto de telegrafiarle ó de visitarle los corresponsales de semejantes publicaciones en la Habana para saber si es cierta la barbaridad que otros dignos colegas le atribuyen. Hace pocos días le preguntaban del Herald, de esa publicación grandiosa que tanto nos asombre, si era cierto que había fusilado á un yankee envuelto en la bandera de los Estados Unidos.
¡Ah! estos periódicos. Cada día son más notables. Decía hace poco un corresponsal que tuvo que abandonar la Habana porque de orden del general Weyler le echaron todos los perros de presa que había en la ciudad.
Después de tantas horas invertidas en tantos y tan complicados asuntos, enojosos los más, gratos los menos, ¿qué tiempo tiene el general en jefe para pensar en lo que necesariamente pensará siempre, en el grave problema que la patria puso en sus manos, en las tremendas responsabilidades que la amenazan á todas horas? Tendrá el poco tiempo que se le concede para el descanso, las pocas horas que todo el mundo aprovecha para el sueño, y que el general en jefe ha de dedicar á la meditación, á las terribles preocupaciones de una guerra difícil, de inmensa trascendencia. Si los que no llegan á tocas esas responsabilidades caen desfallecidos y huyen espantados, ¿no es un mérito extraordinario resistir sin desmayar, defenderse de tantos temporales, permanecer frío ante tantos peligros y conservar la esperanza en el triunfo?
Grande, muy grande es el estímulo de la gloria: inmensos, terribles son los sacrificios al general que esto impone y que arrebatan al general en jefe su condición humana, reteniéndolo aquí en medio de las más tremendas luchas, lejos de la casita tranquila y de la familia querida que allá quedó en Barcelona formando un cuadro bien triste: la esposa enferma, el primogénito, un hombre ya, moribundo; los pequeñitos al cuidado de la amistad, llorando todos la muerte reciente de la niña encantadora, ídolo del padre…
La hora decisiva se acerca, y es indudable que el general Weyler se ha penetrado de su situación especialísima, pendiente todo el problema de él solo, de un solo hombre entre ciento cincuenta mil soldados. Nadie conoce sus planes, que reserva para el momento crítico. Dicen que Weyler ha desembarcado el día que llegó á esta bahía el primer trasatlántico con los nuevos refuerzos. Y yo digo que la guerra empieza el día en que el general se embarque en la estación de Villanueva, camino de Pinar del Río.
DOMINGO BLANCO.
(De El Imparcial).
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